Esta es, probablemente, la frase más repetida por cualquier persona que entra a un estudio de tatuaje con dudas: “Vosotros sois los que sabéis.” Y es lógico. Se parte de una confianza implícita: si están tatuando, será porque tienen formación artística, porque tienen criterio, ideas, sensibilidad, intuición estética. Se asume que son artistas, en el sentido estricto de la palabra. Pero no es así. No siempre. De hecho, en muchos casos, ni siquiera se acercan. Hoy en día, gran parte del sector del tatuaje está formado por personas que han entrado en la profesión tras cursos de pocas horas, sin experiencia previa en dibujo, sin formación artística, sin conocimientos técnicos más allá de los mínimos. Algunos apenas han dibujado antes de coger una máquina. Y sin embargo, desde fuera, todo el mundo asume que “saben”.
Esto genera una paradoja peligrosa: muchos clientes, con más sentido estético del que imaginan, delegan decisiones importantes en profesionales que no tienen la preparación necesaria para tomarlas. Les preguntan, les ceden el diseño, la composición, la estructura… confiando en que, por estar ahí, sabrán más. Y eso no solo no es verdad, sino que en muchos casos es al revés.
No se trata de atacar al oficio, sino de decir las cosas como son: hay tatuadores con talento y con formación, sí. Pero hay muchos otros que se refugian en estilos muy concretos no por elección, sino por limitación. Y sin embargo, desde fuera, todos parecen “especialistas”.
Durante mi etapa como manager en un estudio, mi función no era solo recibir a los clientes, sino actuar como filtro entre sus ideas y lo que el equipo podía o quería hacer. Tenía que encajar las expectativas del cliente con las zonas de confort de los tatuadores que teníamos en plantilla. Si una propuesta no encajaba, mi trabajo era reconducirla con elegancia, suavizarla, redirigirla… o directamente disuadirla con argumentos del tipo: “Eso no va a quedar bien”, “No es buena idea”, “Lo otro funciona mejor”.
¿La verdad? Muchas veces lo decía sabiendo que no era cierto. Que aquello que pedía el cliente sí podía quedar bien si se desarrollaba con creatividad, pero en nuestro estudio no había quien lo hiciera. Así que, para que el proyecto saliera adelante, había que moldear la idea del cliente hasta que encajara con el molde disponible. Porque si no se dejaba redirigir, simplemente no había forma de llevarlo a cabo.
Y esto pasaba aún en estudios con ocho o nueve artistas. Porque en realidad, muchos de ellos no eran tan distintos entre sí. Se solapaban en estilo, en enfoque, en técnica. Así que el margen de maniobra era más limitado de lo que parecía. Y eso es lo que vive cualquier cliente que entra sin tener claro lo que quiere, o sin saber cómo expresarlo: lo agarran, lo giran, y sin darse cuenta, lo están tatuando en la dirección contraria a la que tenía en mente.
La clave está en saber mirar. El portafolio te da pistas: cómo encajan las piezas, qué repiten, si se nota creatividad o simplemente repiten fórmulas seguras. No se trata de que el cliente se convierta en crítico de arte, sino de que no asuma que por ser tatuador, “sabe más que tú”. Puede que tú tengas mejor ojo. Puede que tú seas quien deba marcar la pauta.
Por eso este tip es el primero: porque es donde empieza todo. En dejar de asumir y empezar a observar.