Durante años, muchos clientes han creído que al entrar en un estudio de tatuaje estaban entrando en un espacio de creación artística. Que su idea sería interpretada por un profesional, desarrollada con criterio estético y convertida en un diseño único hecho para ellos.

Pero esa idea, en la mayoría de los casos, nunca fue del todo cierta.

En muchos estudios, el proceso ya estaba delegado desde hace tiempo: adaptaciones rápidas con Procreate, búsquedas en Pinterest, referencias compradas o directamente copiadas. El cliente pensaba que se le estaba diseñando algo especial, cuando en realidad ya estaba recibiendo una versión calcada de algo preexistente.

Ahora, con la inteligencia artificial, ni siquiera hace falta disimular.

El cliente puede generar su propio diseño desde el sofá, con un par de prompts en una app. Y lo que obtiene es, en muchos casos, mejor que lo que podría haberle ofrecido un tatuador promedio: simetría perfecta, textura simulada, una estética atractiva y adaptada a las tendencias.

Y eso genera un cambio de roles: el cliente se convierte en creador, y el tatuador, en ejecutor.

Lo preocupante es que este cambio no está por venir. Ya está pasando. Y lo único que falta es que se normalice del todo.

Los estudios dejarán de ser lugares donde se crea arte, y se convertirán en espacios de producción eficiente. Como una impresora de piel.

Frente a eso, el único valor diferencial real será la creatividad analógica:

– El tatuador que dibuja a mano alzada,

– El que compone en el cuerpo pensando en volúmenes reales,

– El que interpreta la idea y no solo la imprime.

Y aquí es donde entra la comparación clave:

Hoy en día se valora (y se paga más) a quienes tatúan con técnicas tradicionales como el Tebori o el Handpoke. No por la rapidez ni por la eficiencia, sino por la autenticidad, la paciencia y el conocimiento ancestral que representan.

Del mismo modo, en un futuro cada vez más automatizado, los tatuadores que conserven la creatividad manual deberían ser igualmente reconocidos y mejor remunerados. No como piezas de museo, sino como los últimos que siguen añadiendo alma al oficio. Pero me da la impresión que la deshumanización del arte que lo abarca todo, se acabara imponiendo, y es triste, muy triste.

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